El pasado viernes 6 de junio, la Selección Colombia empató un partido que el país entero esperaba ganar. Jugábamos de local, con el aliento de millones, y un triunfo nos habría asegurado la clasificación. No fue una derrota, pero sí una oportunidad perdida. Más allá del marcador, el empate nos confrontó con una sensación profunda: algo no está funcionando como debería.
Porque en un país tan complejo como Colombia —atravesado por el conflicto, el racismo, el centralismo, el clasismo y la desconfianza— la Selección Colombia es, quizás, el único símbolo identitario de nación que nos une emocionalmente. Pocas cosas logran ese efecto. Ni los partidos políticos, ni la historia patria, ni la educación pública. Y esa fuerza simbólica tiene un potencial enorme… si sabemos leerla.
Cuando la Selección no funciona como equipo, cuando parece que cada quien juega por su lado, eso también dice algo de lo que somos como sociedad. En la cancha vimos individualidades, roces, falta de cohesión. Pero también fuera de ella. Si hubo tropelías en el camerino, si el ego pudo más que el objetivo colectivo, entonces vimos en 90 minutos el reflejo de un país donde la confianza está rota. Jugamos como vivimos: separados.
Y es allí donde la escuela tiene un papel fundamental. Nuestra educación ha sido entrenada para competir, no para colaborar. Se premia al que saca la mejor nota, no al que ayuda a su compañero a entender. Se forma para el logro individual, no para el éxito colectivo. Ese modelo educativo también está fracasando, y la Selección lo demuestra: se puede tener talento, pero sin equipo, no se gana.
Eduardo Galeano decía que el fútbol podía ser una herramienta educativa y política. Y tenía razón. Aunque hoy el fútbol está capturado por intereses económicos, no debemos olvidar que su origen es obrero y popular. Nació en los márgenes, entre trabajadores, como un ejercicio de comunidad, dignidad y resistencia.
Desde allí construyó una narrativa que puede ser usada en nuestras aulas. Ejemplos sobran: la Democracia Corinthiana de Sócrates, que en los años de dictadura en Brasil convirtió a un club en una experiencia democrática radical, donde los jugadores decidían todo colectivamente. O los clubes antisistema en Europa que resisten el negocio global para seguir siendo parte del pueblo.
Porque que el fútbol sea hoy un gran negocio no significa que no pueda ser expropiado simbólicamente por el pueblo. Más aún cuando los salarios del espectáculo deportivo son escandalosamente altos si se comparan con los ingresos de quienes sostienen el bienestar social: médicos, bomberos, maestras y maestros.
La Selección Colombia puede seguir siendo un reflejo de nuestras fracturas, o puede convertirse en una oportunidad pedagógica. Si es lo único que hoy nos une como nación, usemos ese símbolo para enseñar, para formar, para reflexionar. Enseñemos que sin equipo no hay victoria, que sin solidaridad no hay juego, que sin humildad no hay aprendizaje.
El mensaje para las escuelas públicas del Magdalena y del país es claro: formemos comunidades, no solo estudiantes. Formemos equipos, no solo talentos. Si en el aula no se aprende a dialogar, a colaborar, a ceder y a confiar, tampoco se podrá hacerlo en la cancha, ni en la vida.
Decir que lo único que nos une son 90 minutos es duro. Pero es cierto. Y si eso es lo que hay, hagámoslo valer. Que la Selección Colombia no sea solo una ilusión cada cuatro años, sino una excusa para construir algo más duradero: un país capaz de jugar unido.