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Entre la ideología y la franqueza

Entre la ideología y la franqueza

Por: Santos Alonso Beltrán Beltrán

Hace frío. Un frío intenso que congela los huesos. Un viejo obrero espera la visita del comisario ideológico de su organización política, el glorioso Partido Anarco-Comunista y  Purista Revolucionario PANCOMPURE, por sus siglas en castellano. En la visita habitual a  sus militantes, la autoridad partidista busca confirmar y reforzar la doctrina revolucionaria  que ha llevado a su partido a convertirse en la organización política más exitosa en la  construcción de un dogma rígido y doctrinario, tanto, que lo asemeja a las iglesias más  celosas y a las sectas más radicales, desde las Adoratrices del Divino Miembro, las  Lesbianitas Descalzas hasta la Comunidad del Anillo y el Santo Prepucio.

Desde muy niño, su padre le inculcó un amor ferviente a la revolución. Le enseñó a leer, a  distinguir las primerísimas letras, en las obras escogidas de Marx y Engels Editorial  Progreso, una colección interminable de volúmenes más torcidos que la hoz y más pesados  que el martillo; lo ingresó luego a los pioneros, un colectivo como los boyscout, es decir un grupo de niños vestidos de marica detrás de un marica vestido de niño, pero comunistas; y para reforzar su temple ideológico, le impuso el revolucionario nombre de Guillermo Lenin Pataquiva.

Organizador innato, desde el colegio, Memin —-porque nadie en ese maldito Colegio le  podía decir Lenin, sino Memin, un apócope entre el apodo de su primer nombre y la  terminación del segundo, una denominación nada contestataria, al contrario un apelativo  dulzón, un remoquete melifluo que llevaría con gusto cualquier peluquero gay—- organizó  grupos de estudios, tertulias y marchas, un mundo de actividades a las que solo asistía él y un par de jóvenes marihuaneros que aprovechaban el espacio para fumarse hasta el tapete del salón y volar escuchando un lenguaje enredado y confuso.

Memin ingresó a las juventudes del partido recién terminó la secundaria. La militancia fue su casa y su familia, allí consiguió esposa, allí se hizo dirigente obrero de la empresa en la  que trabajaba, y allí fue ascendiendo a fuerza de terquedad, ignorancia y resignación —los valores más caros para un miembro de su partido— hasta convertirse en el flagrante comisario político del Núcleo Barrial Clandestino “Ama a Mao”, cuyo santoyseña era la  pregunta ¿Usted Ama a Mao?, que debía responderse con un “Y a su revolución gloriosa”,  pero a veces, la preguntica, cuando se hacía a un extraño al partido, se respondía con una grosería o por lo menos con una invitación libidinosa.

Memin no había tenido la oportunidad de conocer ningún país de la geopolítica comunista,  pero los imaginaba a través de las descripciones de las revistas y pasquines propagandistas que llegaban al suyo. En esos impresos, los niños salían sonrientes por campos floridos, y  sus padres recogían una cosecha frutosa, con caras serias, de trabajadores, mientras el sol se ocultaba tras montañas lejanas recortadas en un horizonte rojo del que emergía un  yunque, símbolo del trabajo.

Esa imagen la complementaba con los documentales sobre países lejanos donde el frío y  los ríos de vodka sazonaban ambientes de nieves perpetuas. Los trazos, el lenguaje y la  composición gráfica nada tenían que envidiar a los volantes que entregaban las iglesias  cristianas en las esquinas de los barrios periféricos, ni en la actitud y constancia de sus  feligreses, así como tampoco en la fealdad de las mujeres que seguían las dos sectas.

Pues bien, Memin llegaba a la casa del secretario político de una de las células de su Núcleo “Ama a Mao”. El frío, la niebla, las casas derruidas, las calles ahuecadas, perros famélicos  vagando por doquier, todo ello le señalaban que no había duda, que podía estar en un país  calco y copia de la madre patria comunista antes de las revoluciones gloriosas: pobreza,  desorden, desesperanza y una atmósfera gris, en cualquier momento podría emerger el  yunque y el martillo en ese horizonte plomizo.

Se frotó las manos, se arregló los lentes, estiró las mangas de su gruesa chaqueta  rescatada del naufragio de algún otro país comunista, se acercó a la puerta, y tocó. Del  otro lado una voz medio adormilada le contestó:

— ¿Quién es? ¿A quién necesita? —
—¿Usted Ama a Mao?— Memin espetó el santoyseña
—¡¡¡No, pero su madre de pronto si!!! ¡¡Gran hijuepu…! — No pudo completar el insulto, cuando alguien le increpó.
—Mijo, es alguien que me busca a mí. Vaya para la pieza— La voz de un hombre maduro se hizo notar en el infierno de chillidos y lloriqueos que sonaba adentro.

La pregunta se repitió del otro lado de la puerta:

—¿Usted Ama a Mao?—
El hombre abrió la puerta.

— ¡Y a su revolución gloriosa! Camarada Memin,  ¡Siga!
— Camarada, ya le he dicho que no me diga Memin, mi nombre en el partido es Renán Uldarico
— Pues camarada, mejor se queda con el de Memin, con ese otro los demás militantes le llaman el Compañero Remarico—
— Vale, Camarada, mejor me dice Memin. Aunque, otro que nos escuche, pensará que somos amantes. En fin, vine a desarrollar nuestra tercera jornada en la escuela ideológica intermedia para su célula—
—- Claro Compañero Memin, adentro están los demás camaradas. ¡Siga!—

Los dos caminaron por un largo y oscuro corredor. Al lado y lado se acomodaban una hilera de habitaciones con puertas de madera. Adentro se escuchaban las voces infantiles de  niños, lloriqueos de bebes, el ladrido de algún perro encerrado, y la música de radios y  televisores a todo timbal. Un olor extraño impregnaba la atmósfera, un tufillo  reconcentrado de grasa y sudor, de alimentos y guisos, de cañería, de pobreza. Memin no  hizo ningún comentario, no hizo ningún gesto.

Los camaradas de la Célula habían cambiado el lugar de desarrollo de la Escuela y habían sugerido que se trabajara en el inquilinato en el que vivían algunos de sus miembros. El  corredor terminaba en un patio descubierto, con un par de pequeños árboles en cada  esquina, un armatoste con macetas, materas y plantas de jardín, trastes viejos  desperdigados por doquier, y en la mitad de toda el área un grupo de personas sentadas en sillas, todos de espalda a la puerta de entrada al patio. Gilberto, el Secretario Político de la Célula y acompañante de Memin, saludó a los asistentes:

—Fervoroso, combativo y revolucionario saludo Compañeros. Está con nosotros el conferencista que nos envía nuestro glorioso partido, el Camarada Renán Uldarico—Unas risitas contenidas se escucharon en el ambiente, alguien completó la intervención de Gilberto agregando “Ah, el compañero Remarico”. Para arreglar la situación, el Secretario Político aclaró, —mejor dicho está con nosotros el Compañero Memin— y nuevamente alguien ripostó  “el mismo compañero igual de marico”.

Aunque el ruido de la pensión era ensordecedor, en el patio se respiraba una especie de  calma, de silencio que, luego de los apuntes jocosos, se convirtió en una cortinilla pesada y molesta que debía correrse para no avergonzar más al conferencista. Uno de los asistentes, un viejo de cara cadavérica con una barba mefistofélica ayudó en esa tarea.

—Listo Compañero, a lo que vinimos—

Memin se acercó más al grupo, buscó una silla, la ubicó en un costado del cuadro formado  por los asistentes, se sentó y empezó a reparar a los más cercanos, uno a uno. Eran  individuos muy particulares. El viejo que lo salvó del silencio incomodo exhibía la estampa  del caballero de la triste figura, alto, flaco, cadavérico, con una barba pequeña que apenas  colgaba del mentón, el cabello cobrizo y enhiesto como si se peinara con corriente de alto  voltaje. Un individuo rechoncho se sentaba a su lado, la cara mofletuda, la nariz ancha  como una breva, calvo y de estatura baja.

Dos personajes jóvenes, tal vez no superaban los treinta años, morenos, cetrinos, de tez aindiada, menudos más que flacos, parecían hermanos, estaban en seguida. La cuota  femenina estaba a cargo de dos especímenes que no tenían nada que envidiar a Maritormes. Todos exhibían con orgullo su facha de menesterosos, de trabajadores de la más baja estirpe. Al final eran el suelo próvido para que germinara la revolución, o por lo menos eso pensaba Memin, que se sentía orgulloso de la célula que debía venir a fortalecer ideológicamente.

—Bueno Camaradas, hoy vamos a hablar sobre la conciencia de clase, sobre la solidaridad obrera, sobre la necesidad de desarrollar en nuestras organizaciones la conciencia revolucionaria que llevará a abolir la propiedad privada, a instaurar el reino de la comunidad de bienes—

El tono de la voz de Memin iba en ascenso, a todas luces exagerado para un grupo tan  pequeño, en un espacio donde no había ruido. Durante la siguiente hora, el orador no paró  una perorata que sonaba a sermón, a homilía. Los espectadores se movían en sus sillas, miraban el reloj, las dos beldades y los mellizos malencarados bostezaban a sus anchas. Gilberto, trató de salvar la nave del naufragio.

—Pero, camarada, denos un ejemplo claro de esa solidaridad, de esa entrega de la clase obrera para acabar con la propiedad privada—

—Pues bien, Camarada Chucho, — se refería al Caballero de la Triste Figura— si usted, Camarada, tuviera dos casas, ¿la daría una al partido? La pregunta sonó como una prueba de fuego frente a los valores obreros, sobre la pertenencia a una clase, una especie de interrogatorio sobre la fe.

—-Pues Camarada, si yo tuviera dos casas…—Un silencio largo volvió más interesante la respuesta del viejo— si yo tuviera dos casas, si le daría una al partido—

—¡Ah muy bien, Camarada!  Ahora Camarada Tránsito— Esta vez se refería a una de las Furias que asistía a la Escuela— si usted tuviera dos carros, si usted tuviera dos carros— Memin hacia un énfasis exagerado señalando con los dedos la cantidad— ¿Le daría uno al partido?—

Tránsito estaba fuera de lugar, distraída. Sin embargo, su compañera le puso al tanto de la pregunta, y de un codazo le sopló la respuesta.— Claro compañero, si yo tuviera dos carros, la daría uno al partido—

Memin se sintió pleno, pletórico, esa era la muestra de la solidaridad de clase, de la comunidad de bienes. Envalentonado emprendió un nuevo cuestionamiento, una nueva pregunta para demostrar la fe en ese evangelio secular.

—Camarada Luis, usted es un hombre joven y revolucionario, ¿Si usted tuviera dos bicicletas, le daría una al partido, se desprendería de una de ellas para compartirla con sus hermanos de clase?—

El malandrín al que se refería, uno de los jovenzuelos que asistía a la escuela, se quedó lelo mirando al orador, se acomodó en la silla, miró sus zapatos desgastados, las paredes descascaradas del patio, y con los labios apretados pasó revista por todos los asistentes que lo miraban con sorpresa. Necesitó de algunos segundos para contestar de manera seca, rotunda.

—¡No Camarada, ni por el hijueputa!—

Memin casi se desmaya. Se tambaleó, los ojos se le nublaron y casi que con un berrido:

— ¡Camarada, sus compañeros no han dudado en decir que si tuvieran dos casas o dos carros donarían uno al partido, y usted si tuviera dos pinches bicicletas, no podría donar una al partido¡ ¡Explíquese Camarada!—

El mozalbete respiró profundo, se irguió en la silla y aclaró la voz.

—Pues Camarada, mis dos compañeros dicen que donarían una casa o un carro si tuvieran dos, y yo digo que no daría una bicicleta si consiguiera un par de ellas, por la sencilla razón que…  ¡ese par de muertos de hambre nunca tendrán dos casas o dos carros, pero yo sí creo que pueda tener dos bicicletas!—

Memin se sentó de un golpe. La silla lo recibió como si fuera una bloqué de cemento que cae sobre una fuente de copas de cristaleria. Miró a todos los compañeros y solo atinó a decir:

—¡¡¡Camarada, así difícilmente haremos la revolución!!!—

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