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miércoles, mayo 15, 2024
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El gobierno de Petro: Entre la Diplomacia israelita y el Genocidio palestino

Es difícil concebir el horror que están experimentando millones de palestinos en Gaza en este preciso momento. Para muchos que opinan y escriben sobre el tema, se espera mantener la «objetividad». Sin embargo, resulta inevitable sentir el dolor profundo del pueblo palestino, una herida abierta que sangra sin cesar, y las lágrimas se desbordan al contemplar el horror de la muerte y la devastación.

Mientras los gobiernos europeos y estadounidenses mantienen una postura de aparente indiferencia hacia la situación en Palestina, respaldando con su pasividad y apoyo tácito la violenta ofensiva liderada por el gobierno de Benjamin Netanyahu, el mundo observa con asombro el horror de un genocidio que se desarrolla ante sus ojos en tiempo real. Este  conflicto deja en claro que la ONU sirve a los intereses de las potencias del mundo  capitalista occidental, y el derecho internacional humanitario se tambalea, desafiando la  conciencia global.

A partir de este momento, y de no ocurrir algo sorpresivo, cualquier nación podrá con el beneplácito de Estados Unidos llevar a cabo actos de violencia inusitados, que incluyen la  eliminación de familias enteras, el asesinato de civiles, incluyendo niños y ancianos, el  bombardeo de hospitales y ambulancias, y la interrupción de servicios públicos esenciales  sin afrontar repercusiones significativas.

Esto se está justificando bajo el pretexto de ser  una respuesta al terrorismo de un grupo  minoritario, estableciendo así un peligroso precedente donde el terrorismo parece  combatirse con más terrorismo. Estas tristes circunstancias evocan imágenes de la historia, como el Levantamiento del Gueto de Varsovia en abril de 1943, un momento en que la ONU aún no existía y el caos de la guerra otorgaba a las partes involucradas un amplio  margen de actuación.

Antes de proseguir, es crucial aclarar que lo llevado a cabo por Hamas es innegablemente condenable. Lo afirmo de manera tajante: Gaza no equivale a Varsovia, Hamas no  representa a Palestina, y los actuales líderes sionistas en el poder no son equiparables a los judíos perseguidos por el Tercer Reich, ni tampoco encarnan al «pueblo elegido» por Dios.

En Colombia, en este momento, la controversia histórica desempeña un papel esencial. Años de ataques sostenidos a la enseñanza de la historia han dado pie a un relato  seudocientífico basado en interpretaciones que parecen ancladas en la Edad Media de los  acontecimientos. Algunas personas autodenominadas «católicas» se atreven a respaldar las  acciones del gobierno de Netanyahu, citando las mismas escrituras y argumentando que  Israel tiene un derecho inmutable, sin importar las consecuencias, a reclamar su «tierra  prometida» tras dos milenios.

Las teorías apocalípticas se entremezclan con el apoyo al  genocidio. Otros, desprovistos de conocimientos sobre la historia del Medio Oriente, que solo conocen a través de su  exposición a los principales medios de comunicación nacionales, repiten casi de memoria  que Palestina «se lo ha buscado». Es difícil concebir cómo alguien podría celebrar lo que  está ocurriendo en el Medio Oriente.

Estas posiciones pueden ser esperadas de la mayoría de los usuarios de Twitter y  comentaristas de extrema derecha que inundan las redes sociales con mensajes que  carecen de todo sentido común. Sin embargo, cuando periodistas de los principales medios  de comunicación presionan al presidente Petro para que respalde a Israel en su matanza de civiles palestinos, la situación adquiere una dimensión aún más preocupante.

No es sorprendente, pero es imperativo contextualizar los antecedentes: el conflicto entre  Israel y Palestina no puede en modo alguno equipararse al conflicto interno que afecta a  Colombia. Las diferencias entre ambos son notables. Colombia no se encuentra inmersa en  un conflicto religioso interno, no ha sufrido la invasión de una potencia militar extranjera y  su población no ha experimentado un apartheid, a diferencia de la situación en Palestina.

Desde el 14 de mayo de 1948, cuando la Resolución 181 determinó que parte de lo que legítimamente pertenecía a los palestinos debía ser entregada al movimiento sionista  liderado por David Ben Gurion, Israel ha impuesto un conflicto que se ha prolongado hasta  nuestros días. En contraste, Colombia se enfrenta a desafíos internos de una naturaleza  distinta, lo que hace que cualquier comparación entre ambos contextos resulte inadecuada  y simplista.

A lo largo de su historia, las relaciones entre Israel y Colombia se han caracterizado por su relativo distanciamiento. Sin embargo, según los análisis de la profesora de Relaciones  Internacionales de la Universidad de los Andes, Sandra Borda, Colombia estableció  relaciones diplomáticas con Israel ya en 1960. A pesar de este hecho, Colombia ha sido una voz constante de protesta en los foros y votaciones de las Naciones Unidas en respuesta a  numerosos ataques y ocupaciones israelíes en territorios palestinos. Además, el país  sudamericano ha abogado por la neutralidad de América Latina en medio de este largo  conflicto.

En sus reflexiones, Sandra Borda subraya una observación perspicaz: «En un acuerdo tácito con otros países en conflicto que suelen violar derechos humanos, como China o Estados Unidos, Colombia casi siempre ha condenado (en la ONU) las actuaciones de Israel para evitarse que la condenen a ella». La política internacional de Colombia ha resultado en un delicado equilibrio entre sus alianzas estratégicas y la defensa de unos supuestos valores éticos en el ámbito global.

Fue a partir de la llegada del uribismo al poder en 2002 que las relaciones entre Israel y Colombia evolucionaron hacia una asociación de «mejores amigos». Este cambio coincidió  con el inicio de la «guerra global contra el terrorismo» instigada por George Bush, en  respuesta a los atentados del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas. A partir de ese  momento, en línea con la doctrina estadounidense que llevó al mundo a enfrentar guerras  en el Medio Oriente contra un enemigo indefinido bautizado como «terrorismo», el uribismo  y el Estado de Israel consolidaron una colaboración militar (y paramilitar) y diplomática,  convirtiéndose en los principales aliados de la potencia norteamericana.

Uno de ellos  asegurando la influencia geoestratégica, así como los intereses petroleros y  económicos de los estadounidenses en la región del Golfo Pérsico y el Medio Oriente, y el  otro como el principal enclave de bases militares en Latinoamérica, además de un aliado  sólido para el imperio, en una época en la que Hugo Chávez gobernaba en Venezuela. No  es casualidad que, durante esa década, el presidente venezolano se refiriera a Colombia  como el «Israel de América Latina», un apodo que no alude a su situación económica, sino a su papel estratégico en la región.

Así mismo, La controvertida estrategia de «defensa propia», utilizada desde tiempos de  líderes como Hitler y Stalin, ha evolucionado y ha sido reformulada como la «guerra contra  el terrorismo» por Estados Unidos, en aras de proteger sus intereses globales. Esta táctica  ha sido empleada por gobiernos autoritarios y antidemocráticos en todo el mundo, incluido  el controvertido uribismo, para calificar de «terrorista» a cualquier individuo o grupo que  contraríe sus intereses.

Los episodios de falsos positivos, las masacres perpetradas por  grupos paramilitares, los trágicos bombardeos que afectaron a niños e incluso la  descripción de estos menores  como «máquinas de guerra» son resultado directo de esta política que fomenta una  constante percepción de «amenaza terrorista». La inversión desmesurada en materia  militar, que incluye el uso de armamento de origen israelí como el avión KFIR y el fusil  GALIL, constituyen ejemplos concretos de la influencia de esta narrativa propagada por la  extrema derecha colombiana, así como el origen de la afinidad con Israel en términos  diplomáticos.

Este enfoque ha tenido un impacto significativo en la política y la seguridad del país, generando un debate crítico sobre el uso de la terminología «terrorismo» y sus  implicaciones en la toma de decisiones gubernamentales.

No resulta sorprendente, por lo tanto, que medios de comunicación colombianos, especialmente las revistas Semana y Dinero, así como el diario El País, todos bajo la  propiedad del Clan Gilinski, un grupo económico de origen judío fundado por Isaac Gilinski  Sragowicz, quien fue embajador de Colombia ante Israel durante el gobierno de Uribe  Vélez, critiquen de manera severa y denigrante la posición del gobierno de Petro en lo que  respecta a la cuestión palestina. Estos sectores económicos han demostrado ser aliados  inquebrantables de la extrema derecha. Además, ahora cuentan con el respaldo de  sectores del partido verde, quienes, como era de esperar, han revelado una postura  antidemocrática, proyanqui y neoliberal.

Este grupo intenta imponer un relato en el cual se invisibilizan las víctimas civiles  palestinas, buscan equiparar al pueblo palestino con los militantes de Hamas y desean  crear una narrativa ficticia que legitime el genocidio palestino a manos de Israel. Esto se  hace alegando una supuesta similitud de fuerzas en combate, aprovechando el  desconocimiento generalizado en el pueblo colombiano. La manipulación de la información  y la narrativa adoptada por estos actores resultan preocupantes y subrayan la importancia  de un debate abierto y objetivo sobre asuntos tan delicados como el conflicto en el Medio  Oriente.

Las comparaciones resultan inevitables. Israel emerge como una de las economías más  sólidas del mundo, ostentando un destacado poder militar, tecnológico y científico, y su PIB se ubica entre los quince más altos del planeta. No obstante, este estatus no se ha alcanzado sin un respaldo económico y militar sustancial de Occidente. La necesidad  imperante de establecer un Estado de religión judaica en una región predominantemente  musulmana ha llevado a Israel a adoptar una política expansionista que ha impactado  negativamente a la población árabe en Cisjordania y Gaza.

A diferencia de estos, la población palestina se encuentra entre las más empobrecidas del  mundo, atrapada en una situación de miseria y apartheid. En consecuencia, se desmorona  el velo de la ilusión que sugiere que el conflicto entre Israel y Palestina es un  enfrentamiento simétrico o proporcional. Por ello, no se pueden comparar los niveles de  fuerza aplicados.

Es innegable que el ataque de Hamas contra la población civil es aberrante, condenable y  reprochable. Sin embargo, ¿acaso más de siete décadas de humillaciones y abusos  infligidos a la población palestina son justificables? Esta pregunta exige una reflexión  profunda sobre la dimensión del conflicto y sus consecuencias humanitarias.

Hoy en día, convocar al diálogo como Petro lo hace en busca de una solución al conflicto, abogar por el respeto al derecho internacional humanitario y condenar el genocidio de  niños, independientemente de su nacionalidad, es percibido como una afrenta por la  extrema derecha y aquellos que esconden sus tendencias fascistas. La transformación de la postura diplomática de Colombia hacia Israel ha desencadenado una crisis en las relaciones bilaterales, como se ha hecho evidente en los acontecimientos recientes.

El presidente Petro declaró: «Si es necesario suspender las relaciones exteriores con Israel, las suspenderemos. No apoyamos genocidios». Esta postura choca con los intereses  económicos que se priorizan en la biblia del capitalismo, donde los negocios muchas veces  prevalecen sobre las vidas humanas. Al observar a los socios comerciales de Israel y el  volumen de comercio en millones de dólares, se comprende el respaldo de las «democracias» occidentales y los principales medios de comunicación al brutal y genocida ensañamiento contra la población civil en la región.

Por ejemplo, para el caso colombiano, en 2021, el comercio con Israel ascendió a más de  413 millones de dólares, siendo el este país el principal socio comercial de Colombia en  Oriente Medio.

En resumen, tanto el conflicto interno colombiano como el conflicto israelí-palestino se contextualizan como una consecuencia de las tensiones arraigadas en estos territorios,  derivadas de las contradicciones intrínsecas al sistema capitalista. No obstante, es  imperativo reconocer que los nuevos matices de la necropolítica implican la administración  de la vida y la muerte, junto con la legitimación de la eliminación física de grupos  poblacionales y la perpetración de prácticas de limpieza étnica y social. Estas prácticas  encuentran su justificación en la doctrina de la «guerra contra el terrorismo».

En última instancia, asistimos a un colapso de las supuestas democracias occidentales y de la concepción de derechos humanos, que, al tornarse selectivos, dejan de poseer un  carácter universal. Esta transformación plantea una crisis civilizatoria paralela a la  decadencia cultural de la sociedad. Los viejos odios religiosos, raciales y nacionalistas  avivan un huracán bélico vertiginoso, lo que indica un cambio de era y de paradigma en  nuestro tiempo.

Carlos Munevar
Especialista en Gerencia Educativa y en utilización de TIC en educación. Lic. En Ciencias Sociales. Docente SED. Coordinador Escuela sindical ADE- ESADE. Correo: charlesy26@gmail.com
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