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Carlos Marx: «El secreto de la acumulación originaria»

Hemos visto cómo se convierte el dinero en capital, cómo sale de éste la plusvalía y de la plusvalía más capital. Sin embargo, la acumulación de capital presupone la plusvalía; la plusvalía, la producción capitalista, y ésta, la existencia en manos de los productores de  mercancías de grandes masas de capital y fuerza de trabajo. Todo este proceso parece  moverse dentro de un círculo vicioso, del que sólo podemos salir dando por supuesto una  acumulación «originaria» anterior a la acumulación capitalista («previous accumulation», la denomina Adam Smith), una acumulación que no es fruto del régimen capitalista de  producción, sino punto de partida de él.

Esta acumulación originaria viene a desempeñar en la Economía política más o menos el  mismo papel que desempeña en la teología el pecado original. Adán mordió la manzana y  con ello el pecado se extendió a toda la humanidad. Los orígenes de la primitiva  acumulación pretenden explicarse relatándolos como una anécdota del pasado. En tiempos  muy remotos —se nos dice—, había, de una parte, una élite trabajadora, inteligente y  sobre todo ahorrativa, y de la otra, un tropel de descamisados, haraganes, que  derrochaban cuanto tenían y aún más. Es cierto que la leyenda del pecado original  teológico nos dice cómo el hombre fue condenado a ganar el pan con el sudor de su rostro; pero la historia del pecado original económico nos revela por qué hay gente que no  necesita sudar para comer.

No importa. Así se explica que mientras los primeros acumulaban riqueza, los segundos  acabaron por no tener ya nada que vender más que su pelleja. De este pecado original  arranca la pobreza de la gran masa que todavía hoy, a pesar de lo mucho que trabaja, no  tiene nada que vender más que a sí misma y la riqueza de los pocos, riqueza que no cesa  de crecer, aunque ya haga muchísimo tiempo que sus propietarios han dejado de trabajar.  Estas niñerías insustanciales son las que al señor Thiers, por ejemplo, sirven todavía, con el empaque y la seriedad de un hombre de Estado a los franceses, en otro tiempo tan  ingeniosos, en defensa de la propriété [propiedad]. Pero tan pronto como se plantea el  problema de la propiedad, se convierte en un deber sacrosanto abrazar el punto de vista de la cartilla infantil, como el único que cuadra a todas las edades y a todos los grados de  desarrollo. Sabido es que en la historia real desempeñan un gran papel la conquista, el  esclavizamiento, el robo y el asesinato, la violencia, en una palabra. Pero en la dulce  Economía política ha reinado siempre el idilio. Las únicas fuentes de riqueza han sido desde el primer momento el derecho y el «trabajo», exceptuando siempre, naturalmente, «el año  en curso». En la realidad, los métodos de la acumulación originaria fueron cualquier cosa  menos idílicos.

Ni el dinero ni la mercancía son de por sí capital, como no lo son tampoco los medios de  producción ni los artículos de consumo. Hay que convertirlos en capital. Y para ello han de  concurrir una serie de circunstancias concretas, que pueden resumirse así: han de  enfrentarse y entrar en contacto dos clases muy diversas de poseedores de mercancías; de una parte, los propietarios de dinero, medios de producción y artículos de consumo  deseosos de explotar la suma de valor de su propiedad mediante la compra de fuerza ajena de trabajo; de otra parte, los obreros libres, vendedores de su propia fuerza de trabajo y,  por tanto, de su trabajo. Obreros libres en el doble sentido de que no figuran directamente  entre los medios de producción, como los esclavos, los siervos, etc., ni cuentan tampoco  con medios de producción de su propiedad como el labrador que trabaja su propia tierra,  etc.; libres y desheredados. Con esta polarización del mercado de mercancías se dan las  condiciones fundamentales de la producción capitalista. Las relaciones capitalistas  presuponen el divorcio entre los obreros y la propiedad de las condiciones de realización del trabajo.

Cuando ya se mueve por sus propios pies, la producción capitalista no sólo mantiene este  divorcio, sino que lo reproduce en una escala cada vez mayor. Por tanto, el proceso que  engendra el capitalismo sólo puede ser uno: el proceso de disociación entre el obrero y la  propiedad de las condiciones de su trabajo, proceso que, de una parte, convierte en capital  los medios sociales de vida y de producción, mientras que, de otra parte, convierte a los  productores directos en obreros asalariados. La llamada acumulación originaria no es,  pues, más que el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de  producción. Se la llama «originaria» porque forma la prehistoria del capital y del modo  capitalista de producción.

La estructura económica de la sociedad capitalista brotó de la estructura económica de la  sociedad feudal. Al disolverse ésta, salieron a la superficie los elementos necesarios para la formación de aquélla.

El productor directo, el obrero, no pudo disponer de su persona hasta que no dejó de vivir  encadenado a la gleba y de ser siervo dependiente de otra persona. Además, para poder  convertirse en vendedor libre de fuerza de trabajo, que acude con su mercancía  adondequiera que encuentre mercado, hubo de sacudir también el yugo de los gremios,  sustraerse a las ordenanzas sobre aprendices y oficiales y a todos los estatutos que  embarazaban el trabajo. Por eso, en uno de sus aspectos, el movimiento histórico que  convierte a los productores en obreros asalariados representa la liberación de la  servidumbre y la coacción gremial, y este aspecto es el único que existe para nuestros  historiadores burgueses. Pero, si enfocamos el otro aspecto, vemos que estos trabajadores  recién emancipados sólo pueden convertirse en vendedores de sí mismos, una vez que se  vean despojados de todos sus medios de producción y de todas las garantías de vida que  las viejas instituciones feudales les aseguraban. Y esta expropiación queda inscrita en los  anales de la historia con trazos indelebles de sangre y fuego.

A su vez, los capitalistas industriales, estos potentados de hoy, tuvieron que desalojar, para llegar a este puesto, no sólo a los maestros de los gremios artesanos, sino también a los  señores feudales, en cuyas manos se concentraban las fuentes de la riqueza. Desde este  punto de vista, su ascensión es el fruto de una lucha victoriosa contra el poder feudal y sus indignantes privilegios, contra los gremios y las trabas que estos ponían al libre desarrollo  de la producción y a la libre explotación del hombre por el hombre. Pero los caballeros de la industria sólo consiguieron desplazar por completo a los caballeros de la espada explotando sucesos en que no tenían la menor parte de culpa. Subieron y triunfaron por  procedimientos no menos viles que los que en su tiempo empleó el liberto romano para  convertirse en señor de su patrono.

El proceso de donde salieron el obrero asalariado y el capitalista, tuvo como punto de  partida la esclavización del obrero. Este desarrollo consistía en el cambio de la forma de  esclavización: la explotación feudal se convirtió en explotación capitalista. Para comprender la marcha de este proceso, no hace falta remontarse muy atrás. Aunque los primeros  indicios de producción capitalista se presentan ya, esporádicamente, en algunas ciudades  del Mediterráneo durante los siglos XIV y XV, la era capitalista sólo data, en realidad, del  siglo XVI. Allí donde surge el capitalismo hace ya mucho tiempo que se ha abolido la  servidumbre y que el punto de esplendor de la Edad Media, la existencia de ciudades  soberanas, ha declinado y palidecido.

En la historia de la acumulación originaria hacen época todas las transformaciones que  sirven de punto de apoyo a la naciente clase capitalista, y sobre todo los momentos en que grandes masas de hombres son despojadas repentina y violentamente de sus medios de  subsistencia y lanzadas al mercado de trabajo como proletarios libres y desheredados.  Sirve de base a todo este proceso la expropiación que priva de su tierra al productor rural,  al campesino. Su historia presenta una modalidad diversa en cada país, y en cada uno de  ellos recorre las diferentes fases en distinta gradación y en épocas históricas diversas.  Reviste su forma clásica sólo en Inglaterra, país que aquí tomamos, por tanto, como  modelo.

*Texto extraído de: Marx, Carlos (1990). El Capital. Crítica de la economía política. (Tomo I, Libro I). Editorial Progreso. URSS. Pp. 448-449.

La Hojarasca
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