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Clarice Lispector: «la quinta historia» (1964)

La quinta historia*

Esta historia podría llamarse «Las estatuas». Otro nombre posible es «El asesinato». Y también «Cómo matar cucarachas». Entonces haré por lo menos tres historias verdaderas,  porque ninguna de ellas desmiente a la otra. Aunque una sola serían mil y una, si me  dieran mil y una noches.

La primera, «Cómo matar cucarachas», comienza así: me quejé de las cucarachas. Una  señora oyó mi queja. Me dio la receta de cómo matarlas. Que mezclase en partes iguales  azúcar, harina y yeso. La harina y el azúcar las atraerían, el yeso les quemaría lo de  adentro. Así hice: murieron.

La otra historia es justamente la primera, y se llama «El asesinato». Comienza así: me  quejé de las cucarachas. Una señora me oyó. Sigue la receta. Y entonces entra el  asesinato. La verdad es que sólo en abstracto me había quejado de las cucarachas, que ni  mías eran: pertenecían a la planta baja y escalaban las cañerías del edificio hasta nuestro  hogar. Sólo a la hora de preparar la mezcla fue cuando se volvieron también mías. En  nuestro nombre, entonces, comencé a medir y pesar ingredientes en una concentración un  poco más intensa. Un vago rencor me había invadido, un sentido de ultraje. De día las  cucarachas eran invisibles y nadie creería en el mal secreto que roía una casa tan tranquila. Pero si ellas, como los males secretos, dormían de día, allí estaba yo preparándoles el  veneno de noche. Meticulosa, ardiente, preparaba el elixir de la larga muerte. Un miedo  excitado y mi propio mal secreto me guiaban. Ahora yo sólo quería fríamente una cosa:  matar cada cucaracha que existe.

Las cucarachas suben por las cañerías mientras una, cansada, sueña. Y he aquí que la  receta estaba lista, tan blanca. Como para cucarachas astutas como yo, esparcí hábilmente el polvo hasta que éste más parecía formar parte de la naturaleza. Desde mi cama, en el silencio del departamento, las imaginaba subiendo una a una hasta el patio de servicio donde la oscuridad dormía, sólo un mantel despierto en la cuerda de la ropa. Desperté  horas después en un sobresalto de atraso. Ya era de  madrugada. Atravesé la cocina. Allí en el piso del patio estaban ellas, tiesas, grandes. Durante la noche yo las había matado. En nombre nuestro, amanecía. En el morro, un gallo cantó.

La tercera historia que ahora se inicia es la de «Las estatuas». Comienza diciendo que yo me había quejado de las cucarachas. Después viene la misma señora. Prosigue hasta el punto en que, de madrugada, me despierto y todavía soñolienta atravieso la cocina. Más soñoliento que yo está el patio en su perspectiva de azulejos. Y en la oscuridad de la aurora, un tinte violáceo que distancia todo, distingo a mis pies sombras y blancuras: decenas de estatuas se desparraman rígidas. Las cucarachas que se habían endurecido de dentro hacia afuera. Algunas con la barriga para arriba. Otras a la mitad de un gesto que no se completaría jamás. En la boca de unas un poco de comida blanca. Soy el primer testimonio del amanecer en Pompeya. Sé cómo fue esta última noche; sé de la orgía en la oscuridad. En algunas el yeso se habrá endurecido tan lentamente como en un proceso vital, y ellas, con movimientos cada vez más penosos, habrán intensificado ávidamente las alegrías de la noche, tratando de huir de dentro de sí mismas. Hasta que se vuelven de piedra, en un espanto de inocencia, y con tal, tal mirada de afligida censura.

Otras, súbitamente asaltadas por el propio interior, sin siquiera haber tenido la intuición de un molde interno que se petrificaba: ésas de pronto se cristalizan, así como la palabra es cortada de la boca: yo te… Ellas que, usando el nombre de amor en vano, en la noche de verano cantaban. Mientras aquella otra, la de antena marrón, sucia de blanco, habrá adivinado demasiado tarde que se había momificado justamente por no haber sabido usar las cosas con la gracia gratuita del en vano: «Es que miré demasiado hacia adentro de mí; es que miré demasiado hacia adentro de…», desde mi fría altura de gente miro la destrucción de un mundo. Amanece. Una que otra antena de cucaracha muerta tiembla seca con la brisa. De la historia anterior canta el gallo.

La cuarta narración inaugura una nueva era en el hogar. Comienza como se sabe: me quejé de las cucarachas. Va hasta el momento en que veo los monumentos de yeso.  Muertas, sí. Pero miro hacia las cañerías, por donde esta misma noche ha de renovarse una población lenta y viva en fila india. ¿Renovaría entonces todas las noches el azúcar letal?,  como quien ya no duerme sin la avidez de un rito. ¿Y todas las madrugadas me conduciría sonámbula hasta el pabellón?, en el vicio de ir al encuentro de las estatuas que mi noche sudada levantaba. Me estremecí de placer ruin ante la visión de aquella doble vida de  hechicera. Y me estremecí también ante el aviso del yeso que seca: el vicio de vivir que  haría estallar mi molde interno. Áspero instante de elección entre dos caminos que,  pensaba, se dicen adiós, y segura de que cualquier elección sería la del sacrificio: yo o mi  alma. Elegí. Y hoy ostento secretamente en el corazón una placa de virtud: «Esta casa fue  fumigada».

La quinta historia se llama «Leibniz y la trascendencia del amor en la Polinesia». Comienza así: me quejé de las cucarachas.

* A quinta história (La quinta historia). Publicado en A Legião Estrangeira, 1964.

 

La Hojarasca
Seccion editorial La Hojarasca
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